Se sienta en el bar a librar sus guerras mentales, su sangre fluye como si lo supiera, como si conociera ya todos los nombres sagrados de las cosas; “ahora lo sé, sé la verdad”, piensa. Mete la mano en su bolsillo, nota el tacto afilado del futuro y se siente a gusto.
Y los niños en uniforme que salen del colegio de enfrente van apilando la cadena de mentes contorsionadas que no cesan en la búsqueda de algo real en esta ciudad de mierda; y gráciles, jugueteando, se suben a su cima intentando tocar el cielo miasmático. Él observa a través de la empañada ventana buscando el tacto de las miradas, pero solo ve gente con los ojos en blanco perla, encerrados en si mismos. Solo ve ojos que orbitan y se internan en la mismidad para llegar a la dorada alma susurrante del hombre moderno: brillante, divina, solitaria. En este tour onanista hay tiempo para parar a saludar al niño que todos tenemos dentro convertido en el Dios de la nada, que navega solo en un océano de entrañas verde pantano en las que se ahoga.
“Mi abuelo se suicidó comiéndose 20 pilas de botón y nadie le dio tanta coba…” farfulla el camarero mientras él se sienta en la barra a librar sus guerras mentales con alcohol y en el exterior los niños salen del colegio, ríen y juegan sin percatarse de su condenada existencia. Él se gira y ve como en la TV en mute hablan de una pareja caucásica que ha tenido un hijo negro calcado a Barry White, todo un milagro. Pero no le interesa lo más mínimo, solo tiene ojos para el torrente de vida que emana de la yugular pulsante del camarero; baile sincopado que, sin saber por qué, le traslada a un borroso recuerdo de él con su padre en la feria del pueblo cuando era pequeño.
Y su mano se retuerce en el bolsillo, tocando con la yema de los dedos una sinfonía secreta que compuso para su padre, pero que este nunca llegó a escuchar por culpa del cáncer. Una sinfonía silenciosa al acariciar el filo del cuchillo donde se rebasa su mente quebradiza pensando cada tarde como sería sesgar la cordura y drenar el pasado. La fantasía se hincha, explota y se esfuma como cada día y solo queda una rotoscopia enquistada de bebés con la cara de Barry White. La noria. Un café con leche. Sangre en los uniformes de los niños que disfrutan de la brisa exterior.
Piensa que algún día ellos serán como él, y su sangre fluirá y hervirá como si lo supieran, como si supieran ese, nuestro secreto, la verdad. El día que crezcan y dejen de intentar tocar el cielo y sus ojos se tiñan de blanco perla y se debatan entre tragarse un puñado de pilas de botón o apuñalar a alguien.